Daniella Wagner
Cuando leí por primera vez sobre la tragedia de los 33 chilenos atrapados en la mina San José, en el desierto de Atacama, en Chile, sentí una agonía inmensa.
Me angustió la idea de una prisión a 700 metros de profundidad, un confinamiento sin luz de sol, una especie de tumba para 33 hombres vivos, más aún ante la perspectiva de rescate hasta antes de las fiestas de Navidad. Eso, en inicio de agosto, significaba cuatro largos meses.
Me parecía increíble que ellos pudieran soportar tanto tiempo en tan adversas condiciones así como me imaginaba la ansiedad de sus familias. Las primeras noticias mostraban las iniciativas del gobierno chileno para el rescate de sus ciudadanos.
La operación montada incluía toda asistencia médica, psicológica, nutricional, además del envío de oxígeno, alimentos, materiales de higiene, cartas de familiares a través de un tubo, una especie de cordón umbilical, que alimentaba de esperanza a los 33 hombres en las entrañas de la tierra.
Mientras los técnicos se empeñaban en conseguir la mejor manera de alcanzar a los mineros, incluso utilizando tecnología y consultoría de la Nasa, miles de familiares acudían al lugar, formando un inmenso campamento, donde lo que destacaba era la fe y la confianza de que todo iba a acabar bien.
El tiempo pasó, y después de las primeras semanas, las noticias desaparecieron de los periódicos hasta porque todavía estaba lejos la Navidad.
Hace poco fuimos sorprendidos con la noticia de que la operación se había adelantado y pronto la cápsula Fénix estaría bajando para traer nuevamente a la luz los 33 mineros. Así que en los últimos minutos del día 12 pasado la Fénix empezó un interminable ir y venir hasta que, en menos de 24 horas, todos estaban de vuelta a la vida.
En los últimos días, el mundo volvió la atención para Chile. Impresionó la manera profesional y humana cómo el gobierno chileno condujo la operación de rescate, así como el apoyo a los mineros y sus familiares y, principalmente, el cuidado con las condiciones de salud de cada uno de ellos, obligados a un ritual de asistencia médica y hospitalaria antes de que fueran expuestos a la curiosidad de los medios de comunicación.
La historia, que emocionó profundamente, demostró, según el presidente Sebastian Piñera, en unas declaraciones suyas al final de la exitosa operación, “lo mejor de Chile: la unidad, el compañerismo, la solidaridad, el trabajo en equipo”.
Solidaridad y compañerismo que hicieron a los 33 mineros sobrevivir los primeros 17 días con una ración diaria de una cucharada de atún, medio vaso de agua y medio vaso de leche.
Los 33 héroes de Chile presentaron al mundo un vivo ejemplo de resiliencia, término usado por la psicología para describir la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas.
La experiencia de los mineros chilenos, que empezó como una posible tragedia, terminó con 33 finales felices, resultado de una mezcla de alta tecnología y una fe inquebrantable, que no los dejó desanimarse nunca. Una lección y una inspiración para el mundo actual.
Pincha aquí para leer detalles de la operación de rescate.
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La tragedia en Chile nos recuerda otros desastres en minas.
Aunque comemore el éxito del rescate chileno, el obispo de Saltillo, D. Raúl Vera, lamenta el final diverso que ha tenido el accidente en la mina Pasta de Conchos, Coahuila, en febrero de 2006, cuando 65 mineros mexicanos perdieron su vida.
“Mientras en Chile se invirtió lo necesario para sacar a trabajadores que estaban a 700 metros de profundidad, en México no se hizo lo suficiente por rescatar a trabajadores que estaban a 150 metros”, dijo en una valiente entrevista a la emissora MVS.
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