martes, 7 de diciembre de 2010

Japón: Impresiones de otro planeta

Lívia Duarte


Llegar a Japón es como aterrizar en otro planeta, donde también hay humanos, pero mucho más modernos aunque convivan con su antigua cultura. En doce días de vida en ese planeta, vi que todo es sorpresa.

El cabello lleno de puntas que llevan los hombres, el estilo “todavía soy chiquita de uniforme colegial” de las jóvenes y los zapatos mucho más grandes que los pies que llevan todos. Todo es motivo de atención, cada detalle cotidiano, cada sonrisa que abren cuando nos entregan una tarjeta o una llave.

El estilo chiquita
También me intrigaba la gran cantidad de clubes privados y prostitutas en Sakae, en la ciudad de Nagoya, o el hecho de que aunque sea potencia económica en el mundo, casi nadie habla inglés. Del remolino de imágenes en que todo se transforma, – porque el alfabeto no es el alfabeto y la escritura de ellos es para nosotros imagen –, ni necesito hablar.

El planeta Japón está superpoblado y funciona como un reloj. Todo es puntual: las personas; las diecinueve líneas de metro de Tokio; el momento de cerrar el salón para desayuno. No intente pedir “cinco minutitos más". No hay. Pero si un mínimo detalle sale mal, hay desesperación total en el aire. Las caras, cerradas. Todos se vuelven locos hasta que todo está perfecto otra vez. Es cuando vuelve la sonrisa a la cara del japonés. Ya me lo habían dicho, y después, cuando no encontraron mi reserva en el aeropuerto, vi cómo es cierto.

De las costumbres de Japón, sepa que las tarjetas personales son regla. Creo que solo niños y perros no las tienen. Sepa también que no se las entregan a alguien con una sola mano, o con alguna prisa. Hay que entregar todo con dos manos, una leve sonrisa y mirando a la cara de quien espera ansioso recibirla para salir corriendo al próximo compromiso. Para todo son necesarios cinco segundos, pero me parecían cinco horas: esa es la impaciencia occidental. Me pareció que nadie vive sin cortesía ni cordialidad. Es la manera más educada y cariñosa de ser, incluso sin que se toquen las manos.


Con un amigo alemán y sin guías turísticos fue posible observar mucho, comprender poco y crear muchas teorías sobre el modo de vida japonés. Por lo tanto, tome poco en cuenta lo que le estoy contando.

El Castillo de Nagoya
Conocí la ciudad de Nagoya mucho más por trabajo, – puedo describir mejor el centro de convenciones y la línea circular del metro que las calles alrededor de mi hotel –. La ciudad es muy limpia, pero en general los edificios son grises, rectos, poco atractivos. Los edificios de la parte más vieja de Tokio son iguales. Es el caso del barrio Asakusa, donde estaba hospedada. ¡Pero hay tanta gente, tanta, tanta! No son necesarios edificios hermosos si hay tanta gente para mirar por la calle.

Después de perderse miles de veces, por el metro siempre se puede llegar a cualquier sitio: a las calles modernas de Ginza, llena de tiendas famosas donde se puede gastar todo un premio de lotería en un día; al mercado de pescado Tsukiji para mirar el increíble trabajo y el caos más organizado de todo el mundo; al enorme cruce de Shibuya con sus modernidades y miles de jóvenes alrededor. Nijubashi, el palacio del Emperador, también está cerca del metro en Marunouchi, con su jardín de bonsáis que tienen un tamaño normal de árboles.

Si se baja otra vez al metro se puede salir en Shijuku para ver la ciudad por encima de las torres del edificio del gobierno. Desde allí se puede ver el Monte Fuji, (pero yo no, ¡porque llovió todos los días!). Desde Tokio también vale la pena ir en tren hasta Nikko. Lleno de templos milenarios, este es un sitio casi indescriptible. Y en otoño hay por allá árboles amarillos o rojos que son preciosos, mágicos.

Seguro que hay mucho más que decir y se puede escribir una novela completa en treinta horas de avión. Lleva tiempo salir de un planeta loco y lindo como Japón.

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