
Otro personaje impresionante del feminismo español fue Hildegart Rodríguez, joven prodigio que fue asesinada por su propia madre, Aurora Rodríguez, que no aceptó que su hija se convirtiera en una mujer verdaderamente libre. A pesar de que Hildegart había sido educada para ser una mujer excepcional y adelantada a su tiempo, en verdad era un pelele en las manos de su madre megalomaníaca.
Su madre la amaestró desde niña para que fuera un genio. Antes de cumplir tres años ya leía y escribía; a los ocho hablaba cuatro idiomas. A los catorce años se lanzó a la vida pública e ingresó en las Juventudes Socialistas y a los diecisiete ya había terminado la Facultad de Derecho. Su vida era una gran promesa pero expiró prematuramente debido a la locura de su madre que la mató fríamente para que no se marchara a vivir con su novio.
Las distintas historias de estas dos mujeres extraordinarias tienen puntos en común que nos revelan la situación de inferioridad en la que se hallaba el sexo femenino a fines del siglo XIX e inicios del siglo pasado.
Las mujeres en general estaban castradas social y culturalmente aunque ya se esbozaba un movimiento feminista. El rol que las mujeres desempeñaban en la sociedad seguía siendo el de la maternidad por encima de todo.

Es necesario recordar que hasta las décadas de 20 y 30 del siglo pasado las mujeres no tenían derechos políticos ni tampoco derechos civiles en igualdad con los hombres, pues las mujeres casadas eran “relativamente capaces” para los actos de la vida, según la mayoría de los Códigos Civiles occidentales de antaño.
La psique de las mujeres modernas fue tallada por siglos de opresión a través de la cultura machista que les imponía absoluto respeto a la figura patriarcal. Utilizando la retórica de Freud, el superego femenino era externo, provenía de los machos, que tenían poder ilimitado sobre sus vidas. La mujer era vista como un ser incompleto, inmaduro, irracional, susceptible a pasiones devastadoras, por eso debía sujetarse al mando del pater familias.
Las mujeres, de niñas, aprendían que no tenían medios para gestionar sus propias vidas y que era más seguro vivir con un hombre, según el lema: “malo con él, aun peor sin él”. Un ejemplo de la catequesis machista son los cuentos de hadas, donde el príncipe siempre salva a la indefensa princesa de la bruja, que era la mujer que osaba decidir su propio destino. Las novelas del siglo XIX retratan bien la total dominación a que estaban (y debían estar) sujetas las mujeres para su propio bien. El ícono ideológico de esta mentalidad es la célebre novela Madame Bovary de Flaubert, la obra maestra del género.
En ese contexto, no es difícil entender la paradoja en que se hallaban las mujeres que intentaban cambiar y determinar sus destinos con sus propias manos. Deseaban ser libres, sin embargo no conocían un modelo distinto de aquel en que vivieron, es decir, solo sabían vivir como colaboradoras, guiadas por un jefe y no como protagonistas. Entonces, les quedaba elegir: o contentarse con desempeñar un papel secundario, - como María Lejárraga, Simone de Beauvoir, y tantas otras aún más tarde -, o aventurarse por el territorio desconocido de la lucha por la libertad irrestricta, transitando muchas veces por lo grotesco, como experimentó Hildegart Rodríguez.
A mí, que soy una mujer del siglo XXI, no me suena tampoco raro que las mujeres, aunque cultísimas y extraordinarias, sigan sufriendo debido a esta paradoja entre libertad y seguridad, entre la búsqueda de autodeterminación y la comodidad de la protección. Es que al fin y al cabo, el cambio del rol femenino es muy reciente. Los fantasmas y los tabúes aún son los mismos que los de nuestras heroínas.
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Puedes conocer más sobre María Lejárraga en el documental Mujeres de la Historia y sobre Hildegart Rodríguez en Caso Abierto y en el blog Desde Río de Janeiro. Leer más...